El anuncio de la construcción del gasoducto Fuerza de Siberia-2 marca un antes y un después en la geopolítica energética del siglo XXI. Este megaproyecto, con capacidad para transportar hasta 50.000 millones de metros cúbicos de gas natural anuales, conectará Siberia occidental con China pasando por Mongolia, consolidando un nuevo eje estratégico que desafía el antiguo dominio europeo en el suministro energético.
Con ello, Moscú diversifica sus clientes y estrecha la relación con China como socio estratégico, disminuyendo así la dependencia del mercado europeo. El Kremlin envía un mensaje claro: la era de Europa como comprador privilegiado del gas ruso ha llegado a su fin.
China, con una demanda energética creciente y en plena transición hacia fuentes más limpias, asegura con Fuerza de Siberia-2 un suministro estable y a largo plazo. Este proyecto también fortalece su seguridad energética ante la volatilidad y tensiones derivadas de las disputas comerciales con Estados Unidos y Europa, al apostar por una ruta terrestre más segura y económica que el gas natural licuado vía marítima.
El gasoducto, de aproximadamente 6.700 kilómetros de extensión, incluye un tramo de casi 1.000 km en Mongolia, cuyo gobierno ve la obra como una oportunidad para conectar sus ciudades a la red y estimular su desarrollo industrial y económico interno. Este tránsito también fortalece la posición geoestratégica de Mongolia.
Para Europa, las implicancias son claras y preocupantes. Tras años de depender del gas ruso barato, Bruselas enfrenta ahora un escenario de costos más elevados con importaciones provenientes principalmente de Oriente Medio, Estados Unidos y África. Esto impacta tanto en el bolsillo de los hogares como en la competitividad industrial, que se ve erosionada frente a regiones con energía más accesible.
En el plano global, Fuerza de Siberia-2 contribuye a la consolidación de un orden energético multipolar. Rusia y China demuestran su capacidad de diseñar y financiar infraestructuras estratégicas sin depender de instituciones occidentales, celebrando así una alianza que redefine las reglas del juego y limita la efectividad de las sanciones internacionales.
Como señala el economista ruso Sergey Glazyev, el gasoducto socava la principal palanca que Occidente tenía sobre Moscú: el mercado energético. En este sentido, el megaproyecto no solo es una obra de ingeniería monumental, sino la materialización de un nuevo equilibrio geopolítico donde el eje euroasiático se posiciona como protagonista global en la competencia por los recursos energéticos.