Latinoamérica tiene la matriz eléctrica más limpia del mundo. Más del 60% de su electricidad proviene de fuentes renovables, muy por encima del promedio global. Sin embargo, esta ventaja natural esconde profundas desigualdades y desafíos estructurales que podrían frenar la transición energética en uno de los momentos más decisivos para el planeta.
Mientras Uruguay alcanzó cobertura 100% renovable y Brasil genera el 88% de su energía a partir de fuentes limpias, México apenas supera el 21%. La dependencia histórica de la energía hidráulica, que durante décadas fue la columna vertebral de la región, hoy enfrenta una amenaza creciente: las sequías provocadas por el cambio climático obligan a diversificar la matriz hacia solar, eólica y otras alternativas.
Chile, con un 63% de participación renovable, se ha convertido en un laboratorio de innovación. El país lidera la apuesta por el hidrógeno verde, con proyectos en la región de Magallanes que buscan alcanzar una capacidad de 25 GW hacia 2030. Colombia, con un 74% de renovables, avanza en La Guajira con parques eólicos como Windpeshi, aunque enfrenta obstáculos relacionados con la consulta previa a comunidades indígenas. Argentina, con apenas un 28%, lucha por estabilizar su marco regulatorio y atraer inversión extranjera en medio de una economía volátil.
El problema no es la falta de recursos naturales. Latinoamérica tiene sol, viento, ríos y litio en abundancia. El verdadero cuello de botella está en la infraestructura. La mayoría de los países no han modernizado sus redes eléctricas para evacuar toda la energía que generan los parques solares y eólicos. En Chile y México, el exceso de oferta renovable termina desperdiciado por falta de líneas de transmisión adecuadas, un fenómeno conocido como «curtailment».
Para resolver este problema, varios países están invirtiendo en nuevas líneas de alta tensión, como el proyecto Cardones-Polpaico en Chile, y en iniciativas binacionales entre Brasil y Uruguay o Colombia y Ecuador. También avanzan los sistemas de almacenamiento con baterías a gran escala, todavía en fase piloto pero con potencial transformador.
El hidrógeno verde emerge como la gran apuesta regional. Chile lidera con el apoyo del Banco Interamericano de Desarrollo y la Unión Europea. Brasil desarrolla el corredor de Pecém con inversión alemana. Colombia busca producir un millón de toneladas anuales para 2030. Uruguay lanzó su primer proyecto piloto de amoníaco verde. Esta tecnología no solo permitirá descarbonizar industrias pesadas, sino posicionar a la región como exportadora de energía limpia hacia Asia, Europa y Estados Unidos.
El financiamiento también está cambiando. Entre 2016 y 2025, Latinoamérica emitió más de 50.000 millones de dólares en bonos verdes. Chile lidera con 34.500 millones en bonos soberanos sostenibles, seguido por Brasil como el mayor emisor corporativo del continente. Bancos multilaterales como la Corporación Andina de Fomento, el BID y el Banco Mundial están financiando proyectos de movilidad eléctrica, redes inteligentes y digitalización energética.
Pero la transición no es solo una cuestión técnica o financiera. Es también un desafío social. En la última década, decenas de proyectos renovables fueron paralizados por falta de consulta previa o por generar impactos negativos en territorios indígenas y comunidades rurales. Sin participación real, sin redistribución de beneficios y sin respeto al Convenio 169 de la OIT, la transición energética corre el riesgo de reproducir las desigualdades que busca resolver.
Latinoamérica tiene una ventana única para consolidar su liderazgo en energía limpia. Los recursos están. Las tecnologías existen. Lo que falta es voluntad política, estabilidad normativa e inclusión social. Si la región logra superar estas barreras, no solo podrá descarbonizar su propia matriz eléctrica, sino convertirse en un proveedor estratégico de energía renovable para el mundo. El momento es ahora.