La política industrial, esa fuerza silenciosa que ha operado siempre en las entrañas del capitalismo, se encuentra nuevamente en el epicentro del debate económico global. Paradójicamente, tanto las economías abiertamente intervencionistas como aquellas que proclaman su adhesión al libre mercado absoluto recurren a ella, aunque los gobiernos rara vez admiten su uso sistemático.
Esta negación sistemática genera visiones polarizadas que oscilan entre dos extremos: otorgar un rol hegemónico al Estado o confiar exclusivamente en la autoregulación del mercado. Sin embargo, la realidad es mucho más matizada.
El reconocido economista Dani Rodrik aporta claridad conceptual al definir la política industrial como «las políticas públicas que apuntan explícitamente a transformar la estructura de la economía para alcanzar objetivos colectivos». Estos objetivos abarcan desde el estímulo a la innovación y el crecimiento productivo, hasta la promoción de la transición climática, la mejora del empleo, el desarrollo de regiones rezagadas o el impulso de exportaciones e importaciones sustitutivas.
La esencia distintiva de esta política reside en la discreción y la capacidad selectiva que ejercen las autoridades públicas, características que la diferencian claramente de las políticas económicas convencionales de carácter horizontal.
Raíces históricas de un debate eterno
El debate sobre política industrial es tan antiguo como el capitalismo mismo. Sus orígenes se remontan a los mercantilistas europeos del siglo XVIII, quienes privilegiaban las industrias militares y aplicaban políticas proteccionistas para acumular riquezas y financiar la expansión colonial.
Adam Smith representó la primera gran crítica a este modelo, defendiendo la especialización basada en ventajas comparativas y la liberalización comercial como motores del crecimiento. Sin embargo, Friedrich List, economista alemán del siglo XIX, ofreció una perspectiva alternativa al abogar por la protección temprana de industrias nacientes, buscando cerrar la brecha tecnológica con las potencias industriales establecidas. Este concepto sentaría las bases teóricas para la posterior industrialización por sustitución de importaciones (ISI).
La segunda mitad del siglo XX fue testigo de cómo Asia reescribió completamente el guion del desarrollo económico. Países como Japón, Corea del Sur y las denominadas «economías tigre», seguidos posteriormente por China y las naciones del Sudeste Asiático, lograron un éxito extraordinario mediante una estrategia de industrialización orientada a la exportación.
Este modelo se caracterizó por una hábil integración en las cadenas globales de valor, aprovechando la arquitectura económica internacional liberal liderada por Estados Unidos y respaldada por los acuerdos de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
China ejemplifica de manera extraordinaria la combinación de apertura selectiva con una firme dirección estatal. A través de zonas económicas especiales y estrategias ambiciosas como «Hecho en China 2025» y «Doble Circulación», ha buscado equilibrar su inserción en la economía global con un potente impulso de desarrollo interno.
No obstante, el gigante asiático enfrenta actualmente desafíos estructurales significativos: una peligrosa burbuja inmobiliaria, presiones deflacionarias y crecientes tensiones comerciales internacionales, particularmente intensificadas durante y después de la administración Trump.
El giro de Estados Unidos hacia políticas arancelarias restrictivas marca un punto de inflexión preocupante en el orden económico global. Los «tarifazos», muchas veces justificados como medidas «recíprocas» pero con efectos claramente proteccionistas, reflejan una regresión hacia modelos reminiscentes del ISI.
Con tasas arancelarias efectivas que alcanzan niveles no observados desde la Gran Depresión, Estados Unidos parece priorizar la defensa de su base industrial doméstica por encima de sus compromisos multilaterales históricos. Esta estrategia debilita sistemáticamente el orden comercial global y erosiona la función central de la OMC como árbitro del comercio internacional.
Este contexto plantea interrogantes fundamentales sobre el futuro del sistema global de comercio. Aunque el panorama actual es desafiante, existe la esperanza de que los miembros de la OMC puedan articular reformas estructurales profundas que revitalicen y preserven este espacio crucial de gobernanza global, incluso operando sin la cooperación plena de Estados Unidos.
La política industrial, lejos de constituir un vestigio del pasado, se revela como un instrumento vital y constantemente renovado para dar forma al capitalismo contemporáneo. En un mundo cada vez más fragmentado y turbulento, su capacidad para moldear las relaciones comerciales internacionales y responder a desafíos geopolíticos la convierte en una herramienta indispensable para navegar las complejidades del siglo XXI.
La tensión entre la cooperación multilateral y la protección de intereses nacionales seguirá definiendo el debate económico global, pero una cosa es clara: la política industrial ha vuelto para quedarse, y su evolución determinará en gran medida el futuro del orden económico mundial.